Cada vez que leemos o decimos un texto, cada vez que estamos frente a frente en cualquier situación de la vida, recurrimos a la palabra y a mirar a los ojos a alguien, a nuestro interlocutor. Algo que parece tan sencillo, pero que a la vez requiere un fuerte compromiso para hacer que lo que digamos sea verdadero.
Darse lugar a estas palabras, a estas imágenes que nuestra mente genera al decirlas, es lo que nos permite transmitirlas con la mayor fidelidad posible, tan iguales o similares a esa original fotografía que se nos revela al hacer o decir algo por primera vez.
Lo mismo, pero a la inversa, sucede al escuchar al otro. Si nos comprometemos fuertemente con su mirada, con su timbre de voz, con las palabras que emplea, con sus silencios, con su lejanía o proximidad física, nos conectaremos de manera indestructible y estaremos compartiendo las mismas emociones.
De esa manera, los otros podrán ver también todo aquello que nosotros veamos en nuestro relato, que ya no será un discurso vacío, sino un sinfin de imágenes convertidas en palabras.
Por último, quisiera destacar las rondas de conversación. Son momentos de reflexión compartida donde se practica tanto la opinión como la escucha de manera completamente respetuosa. Son esos diez minutos en los que cada uno tiene su oportunidad de expresar algo y ser escuchado. Poco y nada se reúnen las personas a charlar en rondas, en silencio, en paz, sino es por una comida de por medio, un cumplir años o cualquier otro motivo que justifique tal cosa. Pocas cosas hoy suceden en el vida fuera de las convenciones, y esto hace que se pierda o, más aún, que difícilmente se encuentre la verdadera esencia de las personas.
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