Entiendo que sobre el gusto no haya nada escrito, pero tampoco creo ser el primero. Sin ir más lejos, delante de mí, están graficadas las paredes de este bar con la definición de la palabra que da nombre al mismo: Goût: [gu] Gusto, sentido del paladar. Catar, probar. Apreciar, aprobar. Merienda. Gusto, placer, sabor, deseo. Elegancia, gracia. // Goût Café: Café del buen gusto.
En verdad le hacen honor a su nombre. El café aquí lo sirven muy bien, con buen gusto, bien presentado y acompañado de panificados de primera calidad.
Temprano no había nadie, estaba solo. Después se fue llenando el lugar y ahora está completa la fila de sillones de la entrada. La gente ya está almorzando. Otros todavía toman café. Y de pronto pasa un licuado color verde, o tal vez sea un jugo, o un batido.
Llegué de casualidad, iba a otro lado, pero en lugar de tomar una línea de colectivos, tomé otra que me dejó justo en esta esquina de Juncal y Uriburu, y acá estoy, donde el destino me trajo.
Cumpliendo con esta misión de una vez por semana, al menos, salir con la oficina móvil a la calle. Realmente hace bien el cambio de espacio físico, y trabajar rodeado de gente, aunque sean desconocidos y no haya intercambio de palabra, siempre son un decorado vivo que da buena sensación. Otras veces en cambio, se prefiere el silencio y la quietud.
Cada momento que llega, cada segundo que se va. Todos ellos, a cuentagotas, forman nuestro paso por la vida. Nuestro presente, aquí y ahora, nuestro tiempo y su devenir.
jueves, 2 de mayo de 2013
domingo, 28 de abril de 2013
Después de Morelia
Es de noche. Todos duermen. La casa está en silencio. Ha llovido todo el día después de mucho tiempo. En cualquier momento abriré el colchón que está en el suelo y descansaré hasta mañana. La última luz encendida se apagará también. Pronto será domingo, y el futuro una vez más será presente.
jueves, 25 de abril de 2013
Crónica de una tarde de café
Quisiera expresar algo que, por no contar con una imagen, debiera ser relatado -según dice el refrán-, con más de mil palabras para lograr un valor similar. No sé si será eso posible, ya que el tiempo fluirá a medida que escribo, y algunas cosas irán sufriendo modificaciones. Intentaré ser lo más fiel posible a cada realidad a la hora en que le llegue su turno.
Veo próximamente a mí, la pantalla de mi notebook y mis manos escribiendo un texto. Ya estoy acostumbrado, pero si entro en razón nunca dejo de ver el marco de mis anteojos, ya que sin ellos sería imposible ver. Treinta y cinco pesos, le dice una camarera a la señora que está sentada a mi derecha, al lado de la ventana. Ella está sola. Tomó un té con un tostado de jamón y queso. En un momento me habló y me dijo que ya volvía. Al volver me preguntó si no me cansaba (de fijar la vista, habrá querido decir). No respondí, ya que hablar me hubiera hecho desconcentrar.
Inmediatamente en la mesa de adelante a la señora, y también al lado de la ventana, está un hombre jóven, de unos 30 años, con un libro en la mesa, cerrado, un cuaderno, y un jarrito de café, ya vacío. Algo está leyendo, pero no se ve bien, está de espaladas. Viste una remera negra y jeans color gris. Antes estuvo sentado en una mesa del centro, pero luego se pasó aquí, quizás por gusto de estar sentado cerca de la ventana. Se lo ve compenetrado en su lectura.
A su izquierda, dos señoras hablan. Una habla más, la otra escucha, y lleva una cartera en su falda. En una silla dejaron otra mochila. En este momento se está yendo la señora de al lado, me saluda, me dice Adiós. Y a su mesa se traslada una pareja de abuelos que también prefiere estar cerca del vidrio seguramente. Es un lugar de muchos traslados pareciera, cosa que pensaba hacer en caso de no conseguir de entrada esta mesa que tiene cerca una conexión de 220. Los nuevos vecinos estan tomando café con leche con alfajor de chocolate.
A mi izquierda, una chica muy joven, de unos 25 años está leyendo, algo de estudio parece ser, porque tiene un resaltador color magenta en su mano derecha, y parte del texto ya está resaltado. Está en la mejor mesa del lugar, una ratona, con varios silloncitos. Pero la está ocupando ella sola desde hace horas, incluso antes de haber llegado a este bar. Ha tomado en su momento un café latte con algún muffin de chocolate, típico de estos tiempos.
Frente a ella hay dos mesas redondas chiquitas, ambas ocupadas por una mujer en cada una. La camarera está con una de ellas, explicándole algo de la carta. La otra, lee unas carpetas que trajo, y está cruzada de piernas. Por entre ambas se puede ver el fondo. Allí hay, en otra mesa individual, un señor joven, de unos 40, que ya hace tiempo ha terminado su pedido y está a punto de pedir la cuenta. Está buscando su billetera. Al lado, dos señoras charlan y se puede ver sobre la mesa una tetera.
Pasando al sector del fondo del bar, y el que más me cuesta ver desde este punto de vista, hay un trío de mujeres en una mesita pegada a la pared, parecen estar hablando cosas de su vida. A la derecha, una mujer sola, de pelo corto, parece recién salida de la peluquería, está escribiendo algo en su celular. Más al fondo, una chica sola, de unos 30 años, con ropa de trabajo, escribe muy compenetrada en su notebook. El fondo es indivisible, veo que hay más gente, varios hombres de distintas edades en diferentes mesas, pero está muy lejos como para llegar a ver detalles. Esa pared es la última del bar, y está cubierta casi enteramente por un mural de varios dibujos.
Alguien llega, es un hombre que vino a hablar con la mujer sola que escribía en su celular. La otra mujer sola que hablaba con la camarera sobre algún producto de la carta se pasó a otra mesa más al fondo con otra mujer que llegó verla. Y otro chica acaba de entrar y se sentó con la mujer que estaba cruzada de piernas leyendo sus carpetas. Finalmente, la camarera va y viene con pedidos, bandejas de café. El cafetero se mueve detrás de la barra y así también lo hace el encargado del local, detrás del puesto de alfajores.
Me doy cuenta que estamos en constante cambio, difícilmente pueda seguir con este relato mucho más tiempo sin que nada se haya modificado. Y eso que hablamos de no más de veinte personas, pero todo es cambio, somos cambio. Por cierto, detrás de mis manos, estoy yo, Martín.
Veo próximamente a mí, la pantalla de mi notebook y mis manos escribiendo un texto. Ya estoy acostumbrado, pero si entro en razón nunca dejo de ver el marco de mis anteojos, ya que sin ellos sería imposible ver. Treinta y cinco pesos, le dice una camarera a la señora que está sentada a mi derecha, al lado de la ventana. Ella está sola. Tomó un té con un tostado de jamón y queso. En un momento me habló y me dijo que ya volvía. Al volver me preguntó si no me cansaba (de fijar la vista, habrá querido decir). No respondí, ya que hablar me hubiera hecho desconcentrar.
Inmediatamente en la mesa de adelante a la señora, y también al lado de la ventana, está un hombre jóven, de unos 30 años, con un libro en la mesa, cerrado, un cuaderno, y un jarrito de café, ya vacío. Algo está leyendo, pero no se ve bien, está de espaladas. Viste una remera negra y jeans color gris. Antes estuvo sentado en una mesa del centro, pero luego se pasó aquí, quizás por gusto de estar sentado cerca de la ventana. Se lo ve compenetrado en su lectura.
A su izquierda, dos señoras hablan. Una habla más, la otra escucha, y lleva una cartera en su falda. En una silla dejaron otra mochila. En este momento se está yendo la señora de al lado, me saluda, me dice Adiós. Y a su mesa se traslada una pareja de abuelos que también prefiere estar cerca del vidrio seguramente. Es un lugar de muchos traslados pareciera, cosa que pensaba hacer en caso de no conseguir de entrada esta mesa que tiene cerca una conexión de 220. Los nuevos vecinos estan tomando café con leche con alfajor de chocolate.
A mi izquierda, una chica muy joven, de unos 25 años está leyendo, algo de estudio parece ser, porque tiene un resaltador color magenta en su mano derecha, y parte del texto ya está resaltado. Está en la mejor mesa del lugar, una ratona, con varios silloncitos. Pero la está ocupando ella sola desde hace horas, incluso antes de haber llegado a este bar. Ha tomado en su momento un café latte con algún muffin de chocolate, típico de estos tiempos.
Frente a ella hay dos mesas redondas chiquitas, ambas ocupadas por una mujer en cada una. La camarera está con una de ellas, explicándole algo de la carta. La otra, lee unas carpetas que trajo, y está cruzada de piernas. Por entre ambas se puede ver el fondo. Allí hay, en otra mesa individual, un señor joven, de unos 40, que ya hace tiempo ha terminado su pedido y está a punto de pedir la cuenta. Está buscando su billetera. Al lado, dos señoras charlan y se puede ver sobre la mesa una tetera.
Pasando al sector del fondo del bar, y el que más me cuesta ver desde este punto de vista, hay un trío de mujeres en una mesita pegada a la pared, parecen estar hablando cosas de su vida. A la derecha, una mujer sola, de pelo corto, parece recién salida de la peluquería, está escribiendo algo en su celular. Más al fondo, una chica sola, de unos 30 años, con ropa de trabajo, escribe muy compenetrada en su notebook. El fondo es indivisible, veo que hay más gente, varios hombres de distintas edades en diferentes mesas, pero está muy lejos como para llegar a ver detalles. Esa pared es la última del bar, y está cubierta casi enteramente por un mural de varios dibujos.
Alguien llega, es un hombre que vino a hablar con la mujer sola que escribía en su celular. La otra mujer sola que hablaba con la camarera sobre algún producto de la carta se pasó a otra mesa más al fondo con otra mujer que llegó verla. Y otro chica acaba de entrar y se sentó con la mujer que estaba cruzada de piernas leyendo sus carpetas. Finalmente, la camarera va y viene con pedidos, bandejas de café. El cafetero se mueve detrás de la barra y así también lo hace el encargado del local, detrás del puesto de alfajores.
Me doy cuenta que estamos en constante cambio, difícilmente pueda seguir con este relato mucho más tiempo sin que nada se haya modificado. Y eso que hablamos de no más de veinte personas, pero todo es cambio, somos cambio. Por cierto, detrás de mis manos, estoy yo, Martín.
El diluvio
La puerta de calle estaba abierta y así, como si prontamente fueran a volver a verse, dijo que en breve hablarían, y se marchó caminando sobre sus botas negras. Al menos eso es lo que dio a entender, que se iba. Nadie sabe en verdad qué ha pasado en esos minutos en ese lugar del mundo. El camino a recorrer era corto, el barrio conocido. Imposible es que se hubiera perdido. Adentro, las cosas habían cambiado un poco su lugar habitual. Fotos que ya no estaban en su sitio. Cuadernos que se habían volteado hacia abajo. Persianas que ensombrecían el ambiente al que la luz del sol pretendía iluminar. De a poco todo fue volviendo a la normalidad. El agua cayó y cubrió envolvente aquel cuerpo, en cuya mente se tejían miles de preguntas. Una vez más, el diluvio había pasado.
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